Me senté lentamente en el sofá que daba hacia el balcón. Por un instante arrastré la mirada alrededor del cuarto, tratando de reconocer cada espacio que nos sucumbía en el ritual, por pequeño que este fuera. Escuché la feria del domingo desarmándose a lo lejos. Los segundos del reloj eran presente en estado puro.
Su caminar pausado era un estímulo callado. Desde un lado del cuarto hacia el otro, la melena amarronada se le paseaba en una danza interminable con el viento. Y la pollera, cómoda, le hacía juego con el rosado de sus mejillas, porque el rosado de sus mejillas le hacía juego con ese cálido abrigo de lana sintética. ¿En qué lío estoy metido? ¿Qué estoy haciendo en este cuarto?
Cuando encontró el hilo blanco, se dedicó a dibujar un círculo casi perfecto sobre el piso de madera, y con suaves movimientos de sus dedos suaves, dejó caer la sal sagrada sobre la circunferencia. Yo estaba atónito, no podía emitir frase alguna, como si de repente mis palabras ya no fueran suficientes, o necesarias; como si mi respeto y admiración hubieran sobrepasado toda cuota de agnóstica subjetividad.
El vaivén de su silueta captó toda mi atención una vez más. Mis emociones, como olas, me golpearon las costillas desde adentro y silenciaron cualquier ruido de mezclados pensamientos sin sentido. De cuclillas, con sus ojos verde miel bien enfocados en el círculo de sal, colocó una vela orientada hacia al oeste y, en honor al Agua, la encendió.
En un alucinante acto solemne, encendió tres velas más: Al este, estaba el Aire; en el norte, la Tierra. Y en el sur, casi enfrente a la azulada mesita de madera, estaba el Fuego, fuego-tarde a fin de feria con aroma a tangerina, que ardería con su flama reflejada intensamente en nuestras almas desprendidas.