Mi ansiedad me lo repite. Una y otra vez. «Te retrasarás, siempre sales tarde.«
Paré en el almacén chino y le intenté pedir a Kai si me podía arrimar el bolso hasta Avenida Italia en el canasto de su bici. Sinceramente, no sé si mis ademanes descontrolados habrán sido suficiente para complementar el español que su mente intentaba procesar en aquel momento. «Pero no hay tiempo para eso» – me repetía esa insoportable vocecita.
Mientras intentaba decirle a Kai que mi viaje era largo y que ya no había otro horario, dejé el bolso de un tirón junto al cajón de paltas. Mi lumbalgia de home-office y yo salimos disparados. Nunca miramos la hora, nunca miramos atrás…
El ómnibus semi-frenó sin ganas, pero al pisar con mi anterior pie de apoyo en el segundo escalón, aceleró. «¡Necesitamos esperar a ese hombre de la bici y el bolso!»
Pero no había ningún hombre de la bici.
Y no había ningún bolso.
Solo pasó un taxi vacío como la ciudad de tarde en un invierno de mayo.
Decidido a cerrarme la puerta, el guarda alzó la mirada hacia el cordón de la vereda en construcción y quedó perplejo en la escalera. Me hizo un gesto universal para que detuviera mi inentendible palabrerío de excusas innecesarias y, de pronto, lo vio.
Vio como un chinito, en una bici eterna de vieja, intentaba frenar a contramano con un bolso tan pesado como un viaje de 5 horas a Chuy. Qué grande Kai. Nos miramos a los ojos y entre tapabocas y movimientos exhaustos no nos salieron las palabras… Pero entre nuestros ojos chinos y ese típico gesto agachando levemente la cabeza, se entendió clarito el:
«Gracias.»
«Por nada, buen viaje.» –